Elio Montaño, el Loco que en la Cancha Relataba sus Propias Jugadas en Voz Alta Como si Hubiese Sido Fioravanti

(AQUÍ SE CUENTAN ANÉCDOTAS IMPERDIBLES DE UN PERSONAJE ÚNICO QUE EN LOS CAMPOS DE JUEGO Y FUERA DE ELLOS ERA CAPAZ DE LAS TRAVESURAS MÁS INCREÍBLES AL PUNTO DE HACERLO ENOJAR FEO AL MISMO CÉSAR LUIS MENOTTI)

En el fútbol argentino hubo personajes que dejaron un sello indeleble no sólo por su habilidad histriónica sino porque, dentro y fuera de las canchas, resultaron protagonistas de las más increíbles anécdotas que hoy, con el paso del tiempo, parecen inventos urdidos por algún comediógrafo dotado de la más formidable imaginación. Tiro aquí sólo algunos nombres: Orestes Omar Corbatta, René Houseman, Herminio González, alias Pierino.
Pero aquí vamos a colocar en el centro de la escena a uno que los desbordó a todos, por originalidad, atrevimiento y sentido del humor, aunque estas tres últimas virtudes estuvieran muchas veces al margen del más elemental código de comportamiento. Estoy hablando de ELIO RUBÉN MONTAÑO, también conocido como «EL LOCO» o «EL TUERTO», sobrenombres que, por sí solos, ya hablan de su tremenda capacidad para tomarse todo en broma, aún los episodios más temerarios y fuera de lo común.
Ocupó un primer plano en el fútbol argentino y uruguayo entre 1949 y 1962, cuando después de un año desopilante en Rosario Central, dónde se divirtió como nunca lo había hecho, inició una vida futbolera andariega que lo llevó a transitar los más diferentes países, hasta su retiro tras jugar en Colombia, cuando tenía 36 años de edad.
Ese día, en el fútbol se apagó una lucecita que, durante 14 años, había iluminado las canchas arrancándole sonrisas -¿y por qué no, también carcajadas?- a los más circunspectos espectadores que asistían a los partidos donde Elio desplegaba, casi con infantil inocencia, todo su jocundo repertorio.
La dimensión y las andanzas de este personaje único es lo que aquí vamos a contar.

Elio Rubén Montaño con la Camiseta de Huracán


Montaño nació el 29 de agosto de 1929 en una familia indigente de Casilda que logró superar sus privaciones gracias a la ayuda que recibió de la Fundación Eva Perón. Este sostén marcó para siempre a aquel chico que, con 12 años apenas cumplidos, mostraba su familiaridad con las pelotas de goma que los pibes del barrio, con alguna vaquita, lograban comprar.
Fue algunos años después que, notado por un dirigente de Newell’s Old Boys, fue fichado para jugar en la Quinta División del club leproso. Debutó en la Primera en la quinta fecha del campeonato 1949, jugada el 29 de mayo, y se tradujo en una sonora goleada (7 a 2) que a Newell’s le propinó Huracán. Pero Montaño no causó mala impresión, ya que se ganó el puesto de titular, sea como entreala derecho o izquierdo del ataque. Su aporte fue valioso para un Newell’s que aquel año se clasificó quinto.
Ya entonces empezó a hacerse notar por sus extravagancias, inventadas o no. Por ejemplo, en 1950 Newell’s hizo una gira por Europa que incluía un amistoso en Berlín. El tiempo era horrible y Montaño debió ejecutar un tiro de esquina. Lo pateó pero una violenta ráfaga de viento detuvo la pelota en el aire, mandándola otra vez para atrás. El casildense, que corría hacia el área rival, la impactó de cabeza y… ¡y la mandó a la red!!!
Fue sólo el inicio de una serie de excentricidades con el Loco, como lo empezaron a llamar, de protagonista central.
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Era la época en que Boca Juniors había caído en un pozo de total mediocridad. Su dirigencia intentaba superarlo comprando sin ton ni son jugadores que luego no le servían. Desde Newell’s llegaron Montaño y Francisco Lombardo, este último una de las pocas excepciones, ya que con su «número 4» fue titular fijo hasta 1960, tanto de Boca como de la selección argentina.
A Montaño no le fue tan bien. Entraba y salía del ataque xeneize con frecuencia. Una discontinuidad que a cualquiera le habría caído muy mal pero que no fue capaz de cancelar su descaro que en muchas ocasiones rayó en la impudicia. El 4 de mayo de 1952, Boca perdió ante Chacarita, en el reducto funebrero, por 2-0. En varias ocasiones, con gambetas sobradoras, Montaño lo dejó pagando al defensor Francisco Pizarro, un «duro» que finalmente le pegó un patadón tremendo que le cerró el ojo izquierdo, dejándole una cicatriz en el pómulo. Fue Marcos Busico, el wing izquierdo de Boca, quien le advirtió pasando a su lado: «Loco, mirá que se te cayó un ojo». Montaño se cobró venganza en la segunda rueda, cuando los funebreros visitaron a Boca en la Bombonera. No sólo anotó el segundo gol (terminó 3-0) sino que en un entrevero en el área chica adversaria le pegó a Pizarro un soberano piñazo que lo mandó adentro del arco y que el árbitro inglés Illife no vio. Al chacaritense lo sacaron en camilla y tuvieron que internarlo en el Hospital Argerich.

Así Terminó Montaño un Partido de Huracán en la Bombonera, Contra Boca, Jugado en Cancha Embarrada


El campeonato 1953 comenzó con una tremenda presión sobre los jugadores de Boca. La sufrieron los que ya integraban el plantel y los nuevos llegados en masa: Eliseo Mouriño, por cuyo pase a Bánfield se pagó la cifra récord de 950.000 pesos, el arquero Julio Elías Musimessi (de NOB) y los delanteros Rubén Fernández (paraguayo), Juan Vairo (de Central), Julio Costa (de Chacarita) y Roberto Rolando y Rubén Gil (ambos de Independiente).
Como los otros atacantes, Montaño entró y salió del equipo con frecuencia. Pero esta discontinuidad no afectó su buen humor. Una vez, cuando en el vestuario xeneize estaba esperando al profesor Pablo Amándola para una sesión de masajes, se oía bien fuerte una radio portátil que, como gran novedad, había llevado su compañero Benicio Acosta. El aparatejo estaba pasando la tanda de un cantante español llamado Joselito, que tenía éxito en Argentina. El Loco se sentó en la camilla y le gritó a Amándola: «Profe, dígale a Benicio que la acabe con esa radio, ése que canta, igual que King Kong, me tiene podrido». «King Kong», para el Loco, era el entonces mundialmente famoso cantante Nat King Cole.
Otra vez, Boca había viajado a Brasil para jugar algunos amistosos. En el vuelo de retorno, Montaño se sentó al lado de Vairo, quien se la pasó toda la primera parte del viaje leyendo el diario «Crítica». Como no le pasaba bola, el Tuerto le prendió fuego al diario con su encendedor. Se armó un revuelo bárbaro y las azafatas tuvieron que utilizar frazadas para evitar que el fuego se propagase. Cuando el avión aterrizó para hacer escala en Porto Alegre apareció enfurecido en la cabina el comandante gritando: «¿Dónde está el demente que se mandó semejante barbaridad? Si no lo bajan, yo no sigo vuelo».
En otra ocasión Boca cruzó otra vez la Cordillera de los Andes para un amistoso con Colo Colo en Santiago de Chile. Hubo un penal para el local y el árbitro expulsó al arquero Musimessi por sus protestas excesivas. ¿Qué hacer? Boca para la meta no había llevado suplentes. Montaño, poniéndose el buzo amarillo, se ofreció: «Tranquis, al arco voy yo». Se paró en la raya y adivinó el rincón hacia el que ejecutó el chileno Hormazábal con un tiro que le pegó en la cara, dejándolo knock-out. Cuando se recuperó se hizo el canchero: «¿Vieron? Yo sabía cómo tiraba los penales». Boca, al fin, ganó por 1-0, con gol de Pierino González.

Boca Juniors 1952, con Montaño de Entreala Izquierdo: Parados: Lombardo, Acosta, Diano, Colman, Otero y Pescia. Hincados: Herminio González, Ferraro, Borello, Montaño y Busico

Ese campeonato 1953 fue pobre de alegrías para Boca. Pero hubo una que superó tantas decepciones. Fue el triunfo que el 9 de julio, en el Monumental, logró por 3-2 sobre River Plate. Los 22 jugadores, antes del inicio, fueron a saludar al presidente Juan Perón, quien había concurrido para ver el partido y, dicen las malas lenguas, para cinchar por Boca, equipo del que era hincha pero sin haber revelado nunca públicamente esa preferencia. Perón sabía de la devoción que Montaño sentía por él y por su partido político, algo que se insinuó cuando, tras saludarlo con un abrazo, le dijo algo al oído.
Aquel choque fue histórico, tanto por su trámite como por su desenlace. A los 7 minutos fue Montaño quien abrió el marcador, igualado a los 11′ por un gol en contra de Mouriño. En el segundo tiempo, a la media hora, Félix Loustau anotó el segundo de River. Pero Boca, en una espectacular levantada, alcanzó el triunfo, primero con el empate a los 38 minutos de Juan Carlos Navarro, y sucesivamente, cuando faltaban apenas 4 minutos, con un gol del centrodelantero Rolando que entró en el arco de Amadeo Carrizo con pelota y todo.
Cuando lo entrevistaron como autor de la red de apertura, no faltó quien le preguntase que le había dicho Perón al oído, antes del inicio. Haciéndose el piola, Montaño contestó: «Como nos conocemos, me pidió que le hiciese un gol a los millos, yo lo tomé como una orden y me apuré en obedecer». Para la crónica histórica merece recordarse cuál fue el ataque de Boca en aquella oportunidad: Navarro, Montaño, Rolando, Vairo y Busico.
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El retorno de José Borello de un año en préstamo en Chacarita, y la asunción como técnico de Ernesto Lazzatti, un «histórico» del club, sirvieron para que Boca encontrase en 1954, por fin, la senda para volver a ser campeón. Y Montaño fue uno de los que pagó este precio, ya que fue una de las víctimas de una general depuración. Fue cedido a Huracán, que fue el club en el que más años jugó: entre 1954 y 1959. Su presidente era el teniente coronel (R) Tomás Ducó, quien en el Ejército había adherido a una logia secreta (el «GOU») que respondía a Perón.
Era un personaje de pocas vueltas. En 1956, debía renovarles el contrato a varios jugadores del plantel. Éstos, sabiendo el caractercito de Ducó, propusieron al Loco que fuese el primero en entrar en su despacho para discutir las cifras. Grande fue la sorpresa cuando, tras pocos minutos, lo vieron salir con una sonrisa que le encendía el rostro. Y explicó: «‘¿Vieron? Yo sabía que con el presi no iba a tener problemas». Claro, Ducó lo había recibido con un Colt 45 sobre el escritorio…
En Huracán jugó 63 partidos y anotó 35 goles. Allí fue que se convirtió en el primer jugador del mundo que, mientras avanzaba con la pelota en los pies, entre gambetas y túneles, se transmitía a sí mismo la jugada, como hacían por radio Fioravanti y Lalo Pelliciari, los dos relatores futboleros más populares de la época: «Toma la pelota Montaño, elude a uno, elude a dos, se acerca al área, uy Dios que fenómeno este Montaño, ahora le hace un túnel a un rival que trata de quitarle la pelota, la tribuna se pone de pie, aplaude y vocea su nombre, qué genio».

Montaño en otro equipo de Boca Juniors, el de 1953. La defensa es la del campeón el año sucesivo, o sea Lombardo, Mouriño, Colman, Musimessi, Otero y Pescia (penúltimo el técnico, el «Oso» Díaz). En el ataque Costa, Rubén Gil, Rolando, Montaño y Busico

En 1959, terminado su contrato con Huracán, pasó a Peñarol, para ocupar la plaza que había sido de José Schiaffino, ex mundialista cedido a Italia. Allí permanecería tres años, ganando con el equipo uruguayo otros tantos títulos de campeón y dos Copas de Libertadores, las primeras del palmarés aurinegro. La prensa uruguaya, que mantenía una dura oposición contra el derrocado gobierno de Perón y sabía de las preferencias políticas de Montaño, lo recibió con titulares poco amistosos: «Llegó a Peñarol un jugador peronista». Pero al poco tiempo el Loco cautivó a los orientales, con sus cualidades de atacante lúcido y hábil, con intactas sus virtudes de estratega y de gambeteador empedernido, pese a sus ya 30 años.
Al mismo tiempo, asomó con claridad su otra cara oculta: la de mujeriego, noctámbulo, jugador y frecuentador de los cabarets montevideanos. Apostador empedernido, en la ruleta perdió mucho dinero y hubo noches en que se quedó sin un cobre. Se contaba que una vez, seco, se había tirado encima de la mesa, gritando: «Ahora me apuesto yo mismo».
Eran tan frecuentes sus escapadas de la concentración peñarolense que el club decidió enviar a uno de sus dirigentes a controlar sus fugas, que no paraban siquiera un sábado de noche, en la víspera de algún partido. Una vez se rajó para una farra y apareció a las 7 de la mañana. Vio al dirigente que estaba de guardia en el ingreso del hotel y entendió enseguida que lo esperaba a él. Se hizo el distraído y se le acercó: «Buen día, jefe, ¿vio que linda mañana? Me desperté a las 6 y salí para dar una vueltita y respirar aire puro, ahora me voy a desayunar». Su interlocutor no supo si reirse o putearlo…
Obviamente, sus travesuras no faltaron en el césped del Estadio Centenario. En un partido contra Rampla Juniors, un rival lo bajó de un patadón. Montaño arrancó una mata de pasto y quiso metérsela en la boca, mientras le decía: «Tomá, bestiún, masticála bien, esto es lo que comen caballos como vos». En Peñarol encontró de nuevo, pero ahora como compañero y capitán, al mítico defensor William Martínez, una institución en el fútbol uruguayo, quien lo recibió con los brazos abiertos. Tanto él como Montaño ya habían enterrado el hacha de guerra que habían desenfundado en un amistoso Huracán-Peñarol de 1959. Parece que a William, famoso por su físico y su guapeza, el Loco lo había hartado con los «relatos» radiofónicos de sus jugadas. Y en un cierto momento lo bajó con un foulazo. Montaño estaba aún en el suelo cuando el uruguayo le dijo: «Qué querés, discupáme, el fútbol es un juego para hombres». A lo que el Loco le preguntó: «¿Y entonces vos que hacés acá adentro, maricón?» Cuentan que para pararlo a Martínez se necesitaron seis peñarolenses y alguno del Globito. Se lo quería comer…

Montaño con la camiseta de Central

Tras una fugaz incursión en Los Andes, cuando ya había cumplido 32 años y estaba en la fase final de su carrera, apareció en Rosario Central. Tuvo como compañeros en 1962, entre otros, a César Luis Menotti y a Miguel Antonio Juárez, el Gitano salteño. Al primero le tomó el tiempo enseguida y entendió que se enojaba fácil. Y entonces lo sumó al grupo de compañeros ideales para la cargada, en operativos en los que contó, más de una vez, con la complicidad discreta del Gitano, otro que se anotaba fácil para la joda.
Los dos se divirtieron mucho por las rabietas de Menotti cuando no le pasaban la pelota. Al Tuerto le metía la púa Juárez: «Mostrásela, pero no se la des, vas a ver la bronca que se agarra». Una vez, contra Atlanta, Central al inicio del segundo tiempo ya ganaba 4-0. Y Montaño y Juárez, a mitad de dicha etapa, empezaron en la media cancha meta tic-tac, pase y devolución: «Tomála vos, dámela a mí». Dándose cuenta de la cargada, Menotti no pudo más y empezó a gritarle a Montaño: «¡Qué te reparió, Tuerto, sos un hijo de puta, ya te voy a agarrar!». Hubo un saque lateral y el Loco le preguntó: «¿La querés ahora, Flaco? Ahí te la paso». Recibió la pelota del saque lateral y se la entregó. ¡Para qué! Menotti, furioso, la empalmó con alma y vida de volea, pateándola al mismísimo demonio. Amagó encararlo a Montaño pero le fue mal: el árbitro lo paró y lo echó.
Era incorregible. Se jugaba un clásico rosarino contra Newell’s y los hinchas de Central no paraban de putear a sus jugadores, en una volteada en la que Montaño caía entre los más insultados. En una de ésas, el Tuerto agarró la pelota, puso primera, se mandó en el área y se encontró mano a mano frente al arquero leproso. Lo gambeteó y con un tiro suave la mandó a un rincón del arco rival. Dando por descontado el gol, salió corriendo hacia la tribuna de Central para gritarle, mientras mostraba la camiseta que vestía y sacaba pecho: «¿Y ahora, que van a decir, terribles giles? Insulten nomás, tírense con nosotros». No se había percatado de un detalle: la pelota, acariciada, se había detenido a centímetros nomás de la raya del arco. Mansita, junto a un poste, sin entrar.
A medianoche de aquel domingo, los jugadores de Central todavía no habían podido salir de su vestuario, bajo asedio, e irse a sus casas. Los hinchas se los querían comer vivos. Especialmente a Montaño.
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Después de su paso por Central, Montaño se convirtió en un andariego del fútbol. Jugó, siempre por breves períodos, en Danubio y Sporting Lisboa (1963), en el venezolano Deportivo Galicia (1964) y en el colombiano Cucuta (1965), el último de su carrera, que concluyó con 36 años a cuestas. Volvió a Buenos Aires y se fue a vivir a una modesta pensión de Caseros y Rioja, no lejos del estadio de Huracán que fue, al fin y al cabo, el único amor verdadero de su vida.
Pagaba su estadía mensual con los 260 pesos que recibía de la AFA, como una especie de jubilación por «haber jugado para la selección de Argentina». Una justificación falsa, pues no se puso nunca la camiseta celeste y blanca. Estuvo a punto de hacerlo cuando se estaban por jugar en Juegos Panamericanos de 1956 en México y había sido convocado. Pero la dictadura implantada en la Argentina un año antes, o sea en septiembre de 1955, ordenó su separación del plantel, debido a sus simpatías por el peronismo. Lo reemplazó Tucho Méndez.
En el año 2012 se enfermó de demencia senil y pasó los últimos meses de su vida internado en un sanatorio geriátrico, según las informaciones que quien esto escribe logró recabar. Murió, solo y abandonado por todos. Con él, en septiembre de 2015, se fue de este mundo un personaje único, cuyo gran defecto fue haber jugado al fútbol con una alegría y un desenfado exagerados. Pero con el fuego interno siempre encendido, como lo había hecho desde su infancia en los potreros de su Casilda natal.
¡La gran puta, qué cruel y despiadada suele ser a veces la vida!

BRUNO PASSARELLI


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