Los Destinos Trágicos de Mouras y Morresi Lapidaron al TC Tradicional

(Reflexiones a Poco Más de 26 Años de la Muerte del «Toro» de Carlos Casares)

El Turismo de Carretera argentino, con la sílaba «de» que revelaba su naturaleza fisiológica hoy perdida, mantuvo durante 60 años, hasta la década del 90, un carisma formidable porque el suyo era un safari con todo el rigor del sacrificio aventurero, recio y con olor a hombre, que se traducía en la conjunción múltiple y vital del coraje con el peligro.
Surgió de una necesidad: darle al país una estructura básica para una vialidad relativamente orgánica, la misma que los ferrocarriles construídos por los ingleses le habían negado, ya que lo habían esclavizado a sus intereses, que eran el dominio del único puerto elegido para ultramar, o sea Buenos Aires. En otras palabras, el TC apuntó (y lo produjo) al objetivo de cohesionar al país e integrarlo uniendo mediante el automóvil sus diversas latitudes marginadas O sea sus regiones, sus localidades y sus realidades pueblerinas.
No sólo lo lograría sino que, inclusive, apuntó a la empresa colosal de someter a la montaña, el desierto, la llanura y la selva del continente en una empresa ciclópea como lo fue el Gran Premio de América del Sur corrido en 1948, que resultó mucho más que la «Buenos Aires-Caracas», como se acostumbra a recordarlo, ya que unió primero con 14 etapas los 9.576 kilómetros que separan a ambas capitales, pasando por Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia. Hubo una segunda parte que constó de 5 etapas, desde Lima a Buenos Aires, circulando por Viña del Mar y Santiago de Chile, para cabalgar la Cordillera de los Andes y llegar a Buenos Aires. El recorrido total de ambas gestas fue de 14.412 kilómetros para la que sigue siendo la más larga carrera de velocidad en ruta jamás disputada.

oscar y juan galvez

Oscar y Juan Gálvez en un duelo palo y palo

Este automovilismo rutero se convirtió en una atracción irresistible que convocó a multitudes. Más febril aún cuando, a la cita por el paso anual de los Grandes Premios, se agregaron las tenidas en los llamados circuitos semipermanentes que en parte se corrían en rutas nacionales, con el asadito detrás del alambrado y la oreja apoyada en el transistor. Eran las «Vueltas» de rompe y raja que partían y llegaban a realidades locales como las de de Junín, Olavarría, Necochea, Lobos, Tandil, Hughes,  Arrecifes, Carlos Casares, Pergamino, Necochea y otras. Escenarios clásicos para aquel TC con sabor a pan, pero prolijo, sin refinamiento, con el auto de carrera como un llamado virtual para que el hombre no se quedase nunca quieto y se integrase en lo que el llamado «progreso», cruelmente,  había desintegrado.

emiliozzi chacabuco

La Galera de los Emiliozzi en el aire tras un lomo de burro en la Vuelta de Chacabuco, la primera carrera ganada por los hermanos de Olavarría

Un TC primigenio, inaugural, que llegó a su máximo nivel epopéyico en las décadas del 70 y del 80, pero que empezó a ser obsoleto y a entrar en terapia intensiva en la primera parte de la década del 90. La suya se volvió una realidad desactualizada, arcaica, cruel por las potencialidades trágicas encerraba. Demasiadas muertes, demasiados accidentes, demasiado desmadre con la gente al borde de aquellos trazados en los que se entremezclaban en sus primeros años el asfalto con la tierra, tardíamente cancelada, las curvas peligrosísimas con las rectas interminables, las horquillas insensatas y sin vías de fuga con los taludes homicidas que aquellos bólidos llegaron a afrontar a 230 kilómetros por hora.
La discusión se insinuó y quedó instalada, con una dureza demoledora y sin alternativas intermedias, cuando entre 1992 y 1994 se mataron, en sendos y atroces accidentes, dos de los que eran ídolos máximos de la categoría. Hablo de Roberto  Mouras y Osvaldo Morresi.  Fue un conflicto impiadoso que involucró a todo aquel mundo polifacético, desconcertante y anárquico que era el TC. ¿Se podía seguir corriendo en aquellos itinerarios ruteros que eran, cada vez más, trampas capaces de provocar las más terribles tragedias?

roberto mouras

Todo el carisma y la pinta de Roberto Mouras al volante

La inmolación de los dos corredores de punta de Chevrolet extendería el certificado
de defunción a las carreras en rutas nacionales, después de quebrar la férrea resistencia de los atados a la tradición, tan firmes e irremovibles que alguna vez la Asociación Corredores Turismo Carretera (ACTC) llegó a suspender por dos fechas al corredor Walter Hernández, futuro campeón, simplemente por sostener que seguir usando los semipermanentes era una locura.
Hubo que esperar algunos años, más precisamente hasta 1997, para que la ACTC pusiera en práctica el definitivo arrinconamiento del TC en los autódromos. Fue el último legado, pletórico de sensatez y de sabiduría, que con su sacrificio Mouras y Morresi donaron al TC que que había sido la pasión más grande de sus vidas. Aunque esta reclusión le haya dejado solo jirones de su identidad original, tan fascinante como inexorablemente caduca.

——-

Puede decirse que en el TC, a lo largo de sus seis décadas de vida, no hubo ningún auto con la fama y la popularidad de la Cupé Chevy que, a fines de los años 70, Mouras condujo hasta transformarla en una herramienta capaz de ganar 6 carreras consecutivas, un récord aún vigente en el TC. Estaba totalmente pintada de amarillo (dorado), en sintonía con los colores de su principal patrocinante, el whisky Old Smuggler, y llevaba estampado sobre sus puertas el número 7, en referencia al séptimo puesto que Mouras había obtenido en 1975, cuando dejó Torino para pasar a Chevrolet, la marca que sería el gran amor de su vida. La fantasía popular bautizó esa conjunción con el original y chispeante pseudónimo de «El Siete de Oro», entrado en la mitología del TC.

roberto_mouras_1976_01

Mouras maneja «El Siete de Oro»

Mouras, en 1980, cambió de nuevo marca y pasó a Dodge con el que ganó sus tres títulos de campeón argentino (1983, 84 y 85). Pero en 1986 volvió a Chevrolet, la marca que era, como lo confesaría él mismo, «la mayor pasión» de su existencia y a la que prometió devolverle el campeonato que en 1991 había recuperado para Ford, con su Falcon, Oscar Aventín.
Tenía 46 años cuando el «Príncipe de Carlos Casares» o más simplemente el «Toro», ídolo indiscutido de la categoría, se alistó con su Chevy número 9 para correr la Vuelta de Lobos. Fue el 22 de noviembre de 1992, o sea hace 26 años. En la décima vuelta, la tragedia. Mouras venía segundo, acosando a Aventín, cuando cerca del cruce de la ruta 205 con la 41, en cuyos bordes se había instalado una pequeña multitud, le estalló el neumático delantero izquierdo. Mouras perdió el control del auto que, tras desacomodarse y salirse de ruta, fue a impactar de lleno con su lateral izquierdo, el del piloto, contra un talud de tierra.

Accidente_de_Roberto_Mouras

El auto de Mouras destrozado tras el mortal despiste en la Vuelta de Lobos

La colisión fue de una violencia devastadora, tanto que el Chevy quedó abrazado al terraplén, con el habitáculo hundido hasta más allá de la butaca de Mouras, cuya muerte fue instantánea, mientras su copiloto, Amadeo González, fallecería dos días más tarde. González era ayudante en el taller de los motoristas Jorge Pedersoli y Omar Wilke, que le preparaban el Chevy a Mouras.
Nunca, sobre el automovilismo argentino, había caído, incluso cuando se produjeron las peores desgracias, un telón de dolor colectivo tan profundo, desgarrador y sentido, sólo comparable con el que suscitó la muerte de Juan Gálvez, el 3 de marzo de 1963. Al duelo y al dolor adhirió todo el país, conmovido por la muerte del generoso y carismático Mouras.
Quien se fue de este mundo sin poder concretar el sueño de toda su vida: volverse campeón argentino con un Chevrolet. Está segundo en el mundo de las estadísticas del TC, con sus 50 triunfos, seis menos de los que se acreditó Juan Gálvez.

——

Osvaldo Morresi, el «Pato», tenía 30 años cuando, producido en 1992 el deceso de Mouras, heredó el rol de piloto de punta de Chevrolet. Su misión era quebrar el dominio que había establecido Ford con el monopolio de tres campeonatos: los del bienio 1991-92, ganados por Oscar Aventín, y el de 1993, que se adjudicara Walter Hernández, aquél que hiciera punta entre sus colegas para cuestionar el potencial suicidio que era seguir corriendo en los semipermanentes.
Cuando registró su inscripción en el Gran Premio de La Plata, en programa el 27 de marzo de 1994, Morresi no había ganado título alguno, pero su palmarés se nutría de 8 victorias, la primera obtenida en la Vuelta de Tandil de 1986. Tras la muerte de Mouras, la gente de Chevrolet lo había erigido en el único capaz de retomar la tradición ganadora de la marca.

morresi91

Osvaldo Morresi agachado junto a su Chevy pintado de azul

Morresi iba primero en el trazado platense cuando dobló la cerrada horquilla (la llamada «chicana Nro. 5») que conectaba el tramo de la Ruta 36 con el Camino Costa Sud. Inesperadamente, el auto pisó una mancha de aceite que lo desacomodó totalmente. La desaceleración y el impacto brutal contra un talud hicieron el resto. Morresi murió a las 16 horas de ese mismo día, por un paro cardiorrespiratorio. Su navegante Jorge Marceca falleció dos días después.
Todo, pero realmente todo, fue una trágica repetición al carbónico del accidente que se había llevado dos años antes a Mouras. El imprevisto descontrol del auto, debido a una causa externa. El impacto contra uno de los taludes de tierra que debían servir para «frenar» a los coches en los puntos estratégicos. El violento choque lateral, con hundimiento de la carrocería, que aplastó al Pato. La muerte instantánea del piloto,  seguida 48 horas después por la de su acompañante. Pero las similitudes venían desde antes. Porque los dos Chevy tenían el mismo preparador de los motores, Jorge Pedersoli, y su colaborador Omar Wilke.

morresi auto destrozado

Asi quedó el Chevy de Morresi tras su fatal accidente en la Vuelta de La Plata

Entonces sí, aún sin amainar del todo la bandera de la polémica, los defensores de los semipermanentes debieron dar un paso atrás y aceptar las razones de quienes sostenían que el tema de la seguridad tenía una inalienable prioridad. Resultaba  indispensable, porque lo indicaba la razón y lo exigía la salud de los protagonistas, sacar al TC de las rutas nacionales. Aunque no fue ni rápido ni lineal, ese proceso tuvo la consistencia necesaria como para meter en una inexorable vía muerta a las carreras en ruta.
Empezó aquel mismo año 1994 ya que, después de la muerte de Morresi, sólo se disputaron dos pruebas en ruta (Bolívar y Santa Teresita) y otras dos en los semipermanentes de la base aeronaval de Punta Indio y de Campo de Mayo, que de hecho eran virtualmente autódromos. El resto de las 16 fechas se corrió en los autódromos de Balcarce, Buenos Aires, Río Cuarto y Rafaela. No hubo más pruebas en circuitos tradicionales como Tandil, Junín, Olavarría, Lobos y San Lorenzo, por mencionar únicamente los últimos que se usaron.
En los dos años siguientes correr en las rutas y en los semipermanentes se volvió para el TC cada vez más extraño. Sin reproches, con cierta nostalgia sustentada en la melancolía, se fue apagando en su cuna, tras la decisión tomada por la ACTC de recluirlo en los autódromos y de cancelar la presencia en los habitáculos de los navegantes, lo que consintió una posición más segura al conductor. Su despedida de los semipermanentes donde había brillado durante décadas, con pilotos jugándose la vida delante de multitudes fascinadas, fue el 16 de febrero de 1997, en el Triángulo del Tuyú de Santa Teresita, cuyo desarrollo mostró lo oportuna que había sido aquella medida.
Los autos golpeaban las gomas que demarcaban las curvas y chicanas y quedaban desparramadas sobre el asfalto, obligando a los corredores a todo tipo de maniobras para evitarlas, pero sin impedir la rotura de numerosos neumáticos que mostraron así que eran más aptos para los autódromos que para trazados arcaicos como el de Santa Teresita. Ganó Eduardo «Lalo» Ramos con el Ford Falcon que antes había sido de Walter Hernández. Fue la última presencia en las rutas del TC. Registrada, cruel paradoja del destino, justo el día del cumpleaños de aquel Mouras que había sido su sinónimo en su época más gloriosa.

eduardo ramos

Carrera Histórica: el TC se despide de las rutas con la victoria de Lalo Ramos en Santa Teresita (1997)

Telón cargado de una inocultable tristeza para una categoría que todavía hoy se sigue llamando Turismo Carretera (sin la «de») y que, para bien o para mal, tiene poco que ver con aquellas epopeyas ruteras que consumían la pasión de la gente y que pilotos como Mouras y Morresi fueron capaces de elevar, con su heroísmo, al nivel de espectáculo litúrgico nacional.
MOURAS Y MORRESI. Dos adalides, dos paladines que dieron sus vidas por la pasión indomable que los devoraba por dentro.

NOTA FINAL
Desde 1997, cuando fue confinado en los autódromos, el TC lamenta la muerte en carrera de sólo 4 pilotos: Raúl Petrich (Dodge Cherokee) el 31 de julio de 1998 en el Autódromo de Rafaela, con su acompañante Oscar Lofeudo; Alberto Noya (Dodge Cherokee) el 19 de julio de 2006 en el mismo escenario de Rafaela, con su navegador Gabriel Miller; Guillermo Castellanos, el 22 de abril de 2007 en el Autódromo General San Martín y Guillermo Falaschi, el 3 de noviembre de 2011 en el Autódromo Juan Manuel Fangio de Balcarce. Una cifra demostrativa de la efectividad ganada por el TC en el tema seguridad. Mayor todavía si se la compara con este otro dato que pone la piel de gallina: en rutas y circuitos semipermanentes, entre 1937 (Mil Millas) y 1997, habían perdido la vida 70 pilotos, 9 de ellos probando sus autos, y 51 acompañantes.

Bruno Passarelli

Deja un comentario